viernes, 17 de diciembre de 2010

SUICIDIO Y DEPRESIÓN

Faride Herrán (NEL)

Cada día hay en promedio casi 3000 personas que ponen fin a su vida, y al menos 20 personas intentan suicidarse por cada una que lo consigue.
El suicidio constituye un problema de salud pública muy importante pero en gran medida prevenible, que provoca casi la mitad de todas las muertes violentas y se traduce en casi un millón de víctimas al año, además de unos costos económicos cifrados en miles de millones de dólares, según ha señalado la Organización Mundial de la Salud (OMS). Las estimaciones realizadas indican que en 2020 las víctimas podrían ascender a 1,5 millones.
A escala global, el suicidio representa el 1,4% de la carga mundial de morbilidad, pero las pérdidas van mucho más allá. En la Región del Pacífico Occidental representa el 2,5% de todas las pérdidas económicas debidas a enfermedades. En la mayoría de países de Europa, el número anual de suicidios supera al de víctimas de accidentes de tránsito. En 2001 los suicidios registrados en todo el mundo superaron la cifra de muertes por homicidio (500 000) y por guerras (230 000).
Entre los países que informan sobre la incidencia de suicidios, las tasas más altas se dan en Europa del este, y las más bajas sobre todo en América Latina, los países musulmanes y unos cuantos países asiáticos. Se dispone de poca información sobre el suicidio en los países africanos. Se calcula que por cada muerte atribuible a esa causa se producen entre 10 y 20 intentos fallidos de suicidio, que se traducen en lesiones, hospitalizaciones y traumas emocionales y mentales, pero no se dispone de datos fiables sobre el verdadero alcance. Las tasas tienden a aumentar con la edad, pero recientemente se ha registrado en todo el mundo un aumento alarmante de los comportamientos suicidas entre los jóvenes de 15 a 25 años. Exceptuando las zonas rurales de China, se suicidan más hombres que mujeres, aunque en la mayoría de lugares los intentos de suicidio son más frecuentes entre las mujeres.
Entre los factores de protección contra el suicidio cabe citar una alta autoestima y unas relaciones sociales ricas, sobre todo con los familiares y amigos, el apoyo social, una relación estable de pareja y las creencias religiosas o espirituales. La pronta identificación y el tratamiento adecuado de los trastornos mentales son una importante estrategia preventiva. Asimismo, existen datos que demuestran que la formación del personal de atención primaria en la identificación y el tratamiento de las personas con trastornos del estado de ánimo puede hacer disminuir los suicidios entre los grupos de riesgo, y así se ha observado en países como Finlandia y el Reino Unido. Las intervenciones basadas en el principio de conexión social y el fácil acceso a la ayuda, como las líneas de ayuda benévola y los programas de chequeo telefónico de las personas de edad, han tenido resultados alentadores. Además, las intervenciones psicosociales, los centros de prevención del suicidio y la prevención escolar son todas ellas estrategias prometedoras.
En México, el Consejo Nacional de Población (Conapo) identifica al suicidio juvenil como la tercera causa de muerte entre adolescentes sólo después de los decesos por accidentes automovilísticos y homicidios. En años recientes, se ha venido reportando un notable incremento en las tazas de suicidios entre la población infantil y juvenil a nivel nacional, sobre todo en el Distrito Federal, Yucatán, Campeche, Tabasco y Jalisco.
Se afirma que el desencadenante más frecuente entre los jóvenes suicidas es la depresión, relacionada con el fracaso en la relación amorosa. Las causas también pueden ubicarse del lado biológico: una lesión en el sistema nervioso central.

Tristeza y depresión
La relación entre ambas palabras parece obvia o evidente. Hoy en día, ninguno de estos significantes nos resulta ajeno, pues en mayor cantidad, nos encontramos tanto con personas que se nombran deprimidas como con propaganda que incita a la eliminación de la depresión a cualquier precio. Podríamos incluso pensar que en estas dos palabras existe una relación causal, es decir, que la depresión es la causa del suicidio. En definitiva, para la ciencia y la tecnología, el problema de la causa se limita a una cuestión orgánica, hereditaria, neuronal, en suma, un problema que atañe al cuerpo biológico, cuerpo que para el psicoanálisis queda perdido de entrada, pues el cuerpo es efecto del lenguaje y por ende el orden de la necesidad es reemplazado por el campo de la demanda. En este sentido, el problema de la causa en psicoanálisis comporta algo muy distinto. La noción de causa apunta a una hiancia, pues efectivamente, como plantea Lacan, entre causa y efecto hay un hueco que debe permanecer vacío, se debe preservar el lugar de la falta. De este modo, Lacan ubica la causa como la causa del deseo, como aquel objeto que está por detrás siendo aquello que causa al sujeto a seguir en el sendero de la vida, aún cuando se tenga la ilusión de que se persigue un objeto delante del deseo, es decir, un deseo que tiene delante de sí un objeto. En suma, para el psicoanálisis, lo que mueve a un sujeto se ubica al nivel del deseo.
Ahora bien, el término Depresión, no es un concepto psicoanalítico. Por el contrario, es un concepto moderno que puede ser ubicado en la incidencia del capitalismo. Como plantea Giorgio Agamben, filósofo italiano, en su texto, Estancias, la depresión está referida a la ética capitalista del trabajo donde aquel que está deprimido, atenta contra el imperativo de producción y rendimiento. En este orden de ideas, la depresión parece tener una estrecha relación con el avance farmacológico en la medida en que la propuesta es el uso indiscriminado de medicamentos para tornar al individuo más competitivo, más productivo para el sistema. De este modo, la depresión se traduciría en un déficit o exceso de alguna sustancia química a nivel cerebral que es igual para todos, dejando por fuera la cuestión del sujeto y su singularidad.
En oposición, en psicoanálisis, recurrimos al concepto antiguo de tristeza que desde la Edad Media, estaba asociado a una falta moral, era la idea de tristeza como un pecado en tanto el sujeto no podía sacar ningún goce de la vida conventual. Desde esta perspectiva, la tristeza introduce una problemática ética, tal como Lacan lo situaba en “Televisión” al plantear que “la tristeza que se califica de depresión es simplemente una falta moral (...) una cobardía moral, que no cae en última instancia más que del pensamiento, o sea, del deber de bien decir o de reconocerse en el inconsciente, en la estructura”. En otros términos, que para Lacan la tristeza da cuenta de una falta simbólica, en la medida en que el sujeto cede en su deseo frente al goce. La consecuencia de ello es el afecto depresivo, el desinterés por las cosas del mundo y por lo que a uno le rodea, el no querer saber, esa es la cobardía moral. La ética del psicoanálisis es la ética del bien decir entendida no en el sentido de la retórica o del decir bello, sino de decir aquello que aqueja al sujeto y frente a lo cual él es responsable, está concernido en ese padecer, lo cual lo conducirá a reencontrarse en el inconsciente.
Ahora bien, en Freud, encontramos escasas referencias en torno a la depresión, sin embargo, la ubica en estrecha relación con la inhibición, es decir, cuando el sujeto es requerido para una particular tarea y no puede responder. Asimismo, está enlazada al duelo patológico, donde el sujeto queda detenido en autorreproches. Entonces, para el psicoanálisis, la depresión no se ubica en el orden de la estructura, es decir, no es una entidad clínica, sino que podría ubicarse como un momento particular de la neurosis, o un desencadenamiento psicótico, o bien un cierto tipo de impasse en una perversión. En este sentido, desde el psicoanálisis, el tratamiento del sujeto que se dice “deprimido” implica, en principio, abordar sus dichos, pues es justamente allí donde podremos encontrar lo que está en juego, a saber, la relación del sujeto, deprimido o no, con su goce. Así, la suposición inicial del analista, es que no se trata de un simple trastorno de lo afectivo, sino que esos fenómenos remiten a otra cosa y esa “otra cosa” tendrá que ver con algo que se verificará en el caso por caso y sólo podrá ser despejada cuando el sujeto hable.
Desde Freud, la cuestión de los afectos daba indicios de un cierto engaño. Al contrario de la idea que señala que el afecto es algo que está reprimido y que su consecuente expresión proporcionaría una cierta liberación que daría acceso directo a lo realmente verdadero, para Lacan, los afectos se desplazan y por ende se ubican en el registro del semblante. Esta idea de los afectos se sostiene a su vez en la inadecuación radical del ser hablante, de su cuerpo, con el mundo. Aún más, la noción lacaniana de los afectos supone que el significante “afecta” al cuerpo, lo marca, marca un cuerpo que se satisface. Por ello, habrá que seguir la indicación clínica de Lacan que propone ir a verificar el afecto, en otras palabras, interrogarnos sobre las cosas que ese afecto dice, más allá de lo que el sujeto pueda señalar en primera instancia.
No obstante lo anterior, en el enorme catálogo de afectos que podrían nombrarse, encontramos uno que escapa al engaño y, por ende, a aquello que puede nombrarse: se trata de la angustia, afecto central de la experiencia analítica, que Lacan ubica como lo que no engaña en tanto señal de lo real. Aquí se trata de un afecto por el cual el sujeto queda determinado como un objeto que no tiene nombre y que justamente, testimonia de su inadecuación estructural al mundo. Para Lacan, como señala en el seminario X, “la angustia es sin causa, pero no sin objeto”, pues siempre denuncia la presencia de ese famoso objeto a que el sujeto es para el deseo del Otro. En este orden de ideas, ubicamos a la angustia como la antesala del pasaje al acto, es decir que frente a la inminencia de la angustia, una posible respuesta es el pasaje al acto. Es allí donde el suicidio se inserta.

Suicidio y pasaje al acto
La idea psicoanalítica de acto difiere de la acción motriz concebida al modo del arco reflejo o de la acción observable y tangible. Para Freud, en un inicio, el acto era portador de una significación, tal como podía pensarse el acto fallido. Sin embargo, en el texto Recordar, repetir, reelaborar, Freud aporta una nueva veta al acto no contemplada hasta el momento: el acto como ligado a la compulsión de repetición. En este marco, introduce el término agieren para dar cuenta de aquellos momentos de la cura en los cuales el sujeto se opone a la rememoración de lo reprimido olvidado para buscar repetirlo en acto. Por su parte, Lacan dedica gran parte de su enseñanza al concepto de acto, sabemos que incluso dictó un seminario de un año que se titula “El acto analítico”. Si bien Lacan sigue a Freud en este punto, añade que el acto implica un traspaso fundamental respecto de determinado umbral simbólico de ley, es decir, de ciertas coordenadas simbólicas que el sujeto se ha armado para poder lidiar con los apremios de la vida. Este traspaso de dichas coordenadas, es lo único que podría dar a la acción motriz, el estatuto de un acto verdadero. Sin embargo, allí donde la cadena significante se detiene, se agota, donde el decurso del deseo se ve obstaculizado, surgen desviaciones tales como el acto inhibido, el acting out y el pasaje al acto.
No obstante, habiendo estas modalidades del acto, Lacan propone que el pasaje al acto devela la estructura fundamental del acto, pues justamente éste implica una cierta mutación subjetiva. El ideal científico o de la época actual, impone que la secuencia lógica consiste primero en analizar, reflexionar, calcular, pensar, para después actuar. Es decir, la famosa frase, “pensar antes de actuar”. Sin embargo, la clínica del pasaje al acto, demuestra que por el contrario, el acto se inscribe siempre en la temporalidad de la urgencia. Del mismo modo, la clínica del acto pone en cuestión la idea imperante de que el sujeto del pensamiento quiere su propio bien. Es allí donde se opone precisamente el acto suicida, que se ubica en la autodestrucción. En este sentido, hay algo en el sujeto que no trabaja para su bien, para lo útil, para la producción que demanda la época, sino que trabaja para la destrucción. En este orden de ideas, Lacan piensa el acto a partir del suicidio. En otros términos, el acto verdadero es entendido como un “suicidio del sujeto”, puesto que marca un antes y un después del que no hay retorno. El sujeto puede renacer de ese acto, pero no será nunca el mismo.
En suma, para el psicoanálisis, el acto suicida está en consonancia con la pulsión de muerte y un cierto extravío en aquello que marca un freno al goce, a saber, el deseo. El suicidio ocurre allí donde aquello que causa al sujeto y le da su soporte se pierde, precipitándolo a ese dejar-se caer . Dice Miller: “Por eso Lacan pudo formular que el único acto que podría ser exitoso es el suicidio, al precio de no querer saber nada más de nada, es decir separarse efectivamente de lo que llamaba los equívocos de la palabra como de la dialéctica del reconocimiento; y en esto se opone, hay que decirlo, al psicoanálisis que es un pasaje al acto fallido. El estatuto del acto en la experiencia analítica, el estatuto eminente del acto es el acto fallido, y no el acto exitoso”.

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